La huida del mundo real

Blog de poesía y política

12.26.2005

La pareja perfecta

¿Y si, a riesgo de perderle probara a regalarle una entrega suprema, una cesión de cariño ciego, un extremo loco al confesar el hallazgo del amor con él, con el hombre que siempre buscó y que, aún antes, ya le había advertido con toda la ternura que no lo hiciera, que no estaba en ese mismo afán? Afán, qué palabra engañosa, qué innúmera parece cuando no es en medio de sábanas o comida, una palabra hermana menor, ¡y bastarda!, de otras eclesiásticas o políticamente correctas como pareja o persona. ¿Qué palabra usar? ¿Cuál desechar de ahora en adelante en este imbricado encuentro entre afectos?

Joaquín regresaba una vez más consigo mismo en los ecos de su cabeza, aquella noche, mientras decidía si subía o no al siguiente autobús que pasase, mientras el viento soplaba desarreglado y congelando las ansias de ese agosto raro, decisivo; los pasos sobre sus viejas zapatillas azules, tan gastadas, hacían que pareciera que anduviese en calcetines por el asfalto y los adoquines poblados de gomas de mascar ya sucias y planas que tapizaban en una inexplicable estampa de impresionismo urbano; la luna que devoraba su caminar, alta y terrible, estaba sosteniendo la imagen de una ciudad que la ignoraba en el momento en el que él la observó, y al verla, al darse cuenta de lo increíblemente ruidosa que podía llegar a ser en aquella noche de agosto, dos hombres se agolpaban en su pensamiento: el cadáver de un afecto antiguo, riesgoso y el asalto de la frescura efímera que el nuevo amor le descubría: sin dudar, aquellas conjeturas anteriores, tan morales, tan centroeuropeas y cristianas, tan progresistas en el fondo, construían un castillo de dudosa defensa, un esqueleto cartesiano que ordenaba a la pasión someterse a su dominio. El bien y el mal una vez más anegaba por completo la mirada interior de aquel chico desmelenado por el aire nocturno; la lucha porque otra forma de pensar ganase terreno en sus decisiones era casi una febril obsesión mientras un que otro autobús más o menos sucio pasaba calle arriba: el paisaje conocido se volvía un intrincado laberinto urbano pese a caminar en línea recta todo el tiempo; las calles que le enseñaron a amar en aquella ciudad (a aquella ciudad), prontamente se travestían en esquinas certeras, interminables explanadas e inalienables formas geométricas que anunciaban una soledad fría y caliente.

¿Y si a riesgo de perderle, si a riesgo de molestarle, de perturbar sus planes le pusiera en evidencia solamente por necesidad y porque fuera inevitable denunciarle al autoinculparse? Porque una cosa es usarlo para obtener un fin que lo beneficiara, pero otra muy distinta es involucrarlo dentro de su gran decisión, que ya que estamos a ello, y pensándolo honestamente, no se hubiese dado de tal manera si no se hubiesen movido ciertos hilos en el cerebro y corazón de Joaquín. ¿No es acaso un bonito gesto de consecuencia reconocer que la aparición de Vicente no solo lo ha despertado del letargo en el que estaba, letargo injusto y lleno de errores que explican por sí mismos el deseo de terminar con todo, sino que también su llegada ha sido de una tremenda importancia para una búsqueda superior?

Joaquín y César ya no serán más la pareja perfecta que tan resignadamente la madre del infortunado-futuro-abandonado, habría aceptado entre cocina y café, entre esas lágrimas forzadas de madre desamorada, de hijo que no abraza, de marido impotente, de vida esforzada en sudores pequeñitos como una casa o un coche grande; Matilde no recibirá, o sí -nadie lo sabe-, con ese rictus de amargura vestido de un qué tal sonriente al yerno in factum que su hijo trajo un día a casa, para cenar en nochebuena.

Joaquín lo recordaba con letargo aquella noche por las calles firmes y sin disimular tragó saliva y tomó un taxi, decidiendo quizá con olor a César, si esta noche la pasaría en el salón.

Etiquetas:

:: León Sierra huyó a las, 09:38

0 Comments:

Add a comment