La huida del mundo real

Blog de poesía y política

8.10.2007

TRANSGENDERQUEER

Abbu Kalthoum y Victor Marzouk son la misma persona y es porque es performer, artista y su arte cuenta, casi en literalidad y casi en metáfora, la narrativa de ser transgender queer.

¿Y qué es ser esto? Es ser un no-ser. Es representar los límites de lo callado, lo negado, lo imposible. Afirmarse en una negación, es para estas mujeres y hombres, precisamente eso, no ser unas mujeres y hombres construidos a partir de un prototipo, ni tampoco arribar a un prototipo como un imperativo trágico. Sino precisamente caminar en la búsqueda de mi yo verdadero deteniéndome donde más seguro estoy, antes de caer en la vulgaridad y el espanto que la cirugía, el mercado y las religiones me asignan para mi fin; es negar el imperativo trágico y nombrarlo en predicativo, en dativo, en acusativo pero nunca en nominal. Es devolver como respuesta una gran pregunta.

Lo mejor del Festival Visible se vio en el Teatro Pradillo. Victor salió de un neutral kaftan negro para quedarse en un precioso vestido de seda negra y pedrería del mismo color; pintó su boca sobre el baouli que cubría su rostro; desenfundó el baouli que dejó a la vista una rapada cabeza de cantante calva adornada de largos pendientes de cuentas negras; calzose una peluca negra que parecía haberse hecho con su propio pelo y adornó su peinado con un postizo moño. Victor se puso a cantar un tema dulce y triste. Su voz, hora suave y aguda, hora ronca y joven, casi afirmaba odas las dudas que hasta ese momento nos brindó su vestimenta. Sólo casi, porque su alma sonaba con sus ojos, con tanta verdad, que era una vulgaridad preguntarse temas menores. Luego Victor, a la vez que la música callaba y una imagen de una cantante tunecina que se proyectaba en el fondo del escenario, dejaba de sonar, alzó su vestido por encima de sus rodillas, acuclillose y nos enseñó la entrepierna vestida de una andrógino culotte blanco, y de un impulso, pero suavemente se quitó el vestido por encima de sus hombros, llevándose la peluca en el arranque. Abbu tenía puesto, al rededor de su pecho, cuatro rollos de vendaje blanco (tiempo después decidimos que era otra metáfora, esta vez acerca de los cinturones bomba de los islamistas radicales). Cortó con una tijera la cinta negra y se liberaron sus tetas, a los que les había puesto un par de cruces hechas con cinta aislante, a modo de la estética leather tipo Fassbinder que tanto vende en Alemania o España. Vistiose con pantalón y camisa blanca, de varón; con mastik, pegó polvo de pelo en un dibujo vertical debajo de su labio inferior alargándolo por debajo del mentón, como una flecha que señalaba el ombligo y más abajo, en línea recta y puso una de las vendas enrolladas delante, en su culotte, para simular un buen paquete masculino. Luego seria y profunda, con fe, y como si hubiese aprendido desde muy niña, rezó hacia el público, convirtiéndonos en la piedra de la meca del espectáculo de la vida, de su vida. Al terminar, se acercó a la primera fila de espectadores y dijo varias veces -tocándose el corazón-, mientras se iba: Salam aleikum... Salam aleikum... Salam aleikum... Salam aleikum...

Cuando todo el público aplaudió feliz de entender que la función había concluido, Victor salió, vestido de Abbu y agradeció con la mano en el corazón: los aplausos y el arte de la mujer que, aunque insonora, no dejó de cantar durante todo el espectáculo, el el fondo del escenario de ese teatro madrileño.

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